Toda la vida estuve rodeada de mascotas, o al menos de seres vivos que acompañaban los días de mi infancia. Crecí en una casa chorizo, de esas largas y llenas de patios, típicas de los inmigrantes en Buenos Aires. Había un patio delantero lleno de plantas y flores, con una palmera imponente y un árbol de papaya que cada verano dejaba caer sus frutas. En ese entonces, uno no se da cuenta del valor de las cosas, simplemente las vive, sin entender que los recuerdos y las sensaciones de esos años nos acompañarán siempre.
En esa casa, pasaron muchas mascotas: una tortuga, algún loro y hasta una cotorra. Creo que alguna vez hubo gallinas y conejos, pero ya ni me acuerdo bien. De todos los animales que cruzaron mi vida, los únicos que realmente perduraron fueron los perros. Eran grandes, guardianes de la casa, y al principio me daban un poco de miedo con esos ladridos graves y protectores. Yo era chiquita y ellos parecían enormes, pero estaban ahí, cuidándome. No sabía entonces lo que sé hoy, que esos perros, con su lealtad silenciosa, eran parte de mi familia.
Uno de esos perros fue Puchi, y de él tengo solo algunos flashes, como ver a mi papá jugando con él, siendo el único de la familia que realmente lo veía como su compañero. Nunca entendí bien nuestra relación con Puchi, hasta que un día se fue, simplemente desapareció. No sé si fue porque no estaba feliz o si necesitaba algo que yo no podía darle. Había una distancia entre nosotros, algo que en ese momento no lograba entender.
Pasaron los años y, después de mudanzas y cambios, los perros dejaron de ser una constante en mi vida. No había espacio ni tiempo para ellos. La idea de tener un perro se había quedado en el pasado, un recuerdo sin mucho significado. Pero, como suelen hacer los perros, el deseo de compartir mi vida con uno volvió a aparecer en el momento menos esperado.
Ya de adulta, un día decidí que quería un perro, sin mucho análisis, solo porque sentía esa soledad que un perro, ingenuamente pensé, podría llenar. En esa época, no se me cruzó por la cabeza adoptar, y terminé comprando un Jack Russell Terrier por Marketplace. Ahora pienso que habría hecho las cosas de otra forma, pero en ese momento, todo lo que quería era un compañero. Y ahí estaba yo, en casa de un señor joven, rodeada de siete cachorritos correteando en su departamento. Fue un flechazo: verlos a todos me llenó de un amor inexplicable. Finalmente, me señalaron cuál sería el mío: un cachorrito tímido y precioso que me miraba con una mezcla de curiosidad y reserva. Ese era Knu.
Knu y yo nos hemos acompañado durante 11 años. Él, con su energía y su carácter, ha sido mi fiel amigo, el que ha estado en esos días en que uno necesita solo un compañero al lado. Hoy ya es un perrito mayor, y cada día que pasa siento que lo único que quiero es cuidarlo, devolverle todo el amor y la alegría que él me ha dado. Pienso en todas las mascotas que tuve, en si habrán sentido algo parecido al cariño que ahora sé que existe entre humanos y animales. Esta parte de tener un perro, el lado B que nadie te cuenta, duele, pero también me enseña a vivir con gratitud cada momento.
Creo que eso es lo que significa realmente tener un perro: amar sin condiciones y aceptar el paso del tiempo, sabiendo que ellos, como nosotros, también sienten y se merecen todo lo mejor hasta el último día.
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